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jueves, 2 de julio de 2009

El Comunismo es de inteligentes


Cercado por vallas publicitarias de dimensiones soviético-faraónicas, menguado por el gran parche de anuncios parpadeantes que ciega la fachada de Moscú, un 'mantra' del escritor brasileño Paulo Coelho aflora en la capital como mensaje publicitario de náufrago: "La lectura os ayudará a conocer mejor el mundo circundante y a vosotros mismos. ¡Leed libros!".


Si el anuncio de Coelho hubiera estado en las Ramblas o en la Gran Vía me habría pasado tan desapercibido como la letra pequeña del prospecto de las aspirinas, pero en una calle de Moscú, en el paraíso de los índices de lectura, la advertencia se me apareció inquietante y misteriosa como un Mihura plantado en medio de la estepa siberiana.


¿Un anuncio para fomentar la lectura en el hábitat natural de la lectura? Y yo que pensaba que la avidez lectora de los rusos era innata como la corteza blanca de los abedules, y que aquí los niños nacían sabiendo leer (las entrañas al menos) con una novela de Dostoyevski debajo del brazo...
Rusia siempre fue una superpotencia lectora. En un país donde las grandes librerías bullen de gente los domingos como si regalaran entradas del Madrid-Barça, donde cada vagón de metro alberga media docena de libros abiertos y donde cualquier campesino cincuentenario habrá leído en la escuela a Lope de Vega, resulta difícil creer que las autoridades se desvivan por promover la lectura.


Sin embargo, todo parece indicar que la histórica libro-dependencia del pueblo ruso (que en la época soviética hacía colas para comprar libros y se desojaba para leer los 'samizdat' o copias artesanales de libros censurados) ha entrado en crisis. Así lo demuestra la citada campaña publicitaria que este invierno recorre de puntillas las calles de Moscú.


La Rusia soviética presumía de sus altos índices de lectura tanto como de sus heroicos porcentajes de recolección de remolacha roja o de su industriosa producción de tractores, pero las nuevas generaciones no parecen contagiadas por la voracidad lectora de sus padres y sus abuelos, que fueron víctimas de la 'hambruna' editorial bajo la URSS, cuando la oferta de libros era limitada y muchos se consolaban releyendo los titulares del 'Pravda' en busca de algun renglón torcido del Politburó. Aquellos ciudadanos tenían además un interés 'de peso' en la prensa: el reciclaje de kilos de papel era 'premiado' con talones canjeables por obras de colecciones especiales de autores difíciles de conseguir, como Alejandro Dumas. "Tener libros en aquella época era una señal de estatus", me comenta un buen amigo chileno que conoció de primera mano aquellas carencias literarias.


Como una lastimera 'nota al pie' en la recargada página publicitaria de Moscú, el anuncio de Coelho convive como otros avisos similares de escritores rusos como el de Mijail Barshchevski, que advierte: "El mercado es inestable. Invierta en sí mismo. ¡Lea libros!". Estos carteles siguen la línea moralizante de otros que cuelgan de las paredes del metro y que rezan cosas como "El amor a la patria empieza por el amor a la familia", "Regale flores a las mujeres", "Fumar ya no está de moda" o "Será rico quien no escatime esfuerzos en su área de trabajo", cita esta última de Catón con claras reminiscencias estajanovistas.


A mí me parecen todos residuos de aquel cartelismo soviético que espolvoreaba consignas sobre las mentes de pueblo soviético, como aquel de la mujer con el índice pegado a los labios que rezaba "No cuchicheen. Las paredes oyen", o ese otro de 1940 en el que, bajo la imagen de un Stalin reconcentrado, podía leerse "Desde el Kremlin, Stalin piensa en cada uno de nosotros" (¡qué miedo!).


El cartelismo soviético recomendaba alistarse en el Ejército Rojo o en las odiseas juveniles para roturar tierras vírgenes en Siberia, pero incidían poco en la necesidad de leer (consejo tan fútil entre soviéticos como el de recordar la conveniencia de respirar). En los primeros años postrevolucionarios el nuevo poder sí incidió en la alfabetización como objetivo nacional. En 1920 un cartel del Radakov presentaba a un hombre con una venda a punto de caer por un precipicio que rezaba: "El analfabeto es ciego. A él le aguarda el infortunio y la infelicidad".


En Rusia se atribuye al frío cierta responsabilidad en el aumento de los índices de lectura tanto como en los de consumo de alcohol (la relación entre los niveles de alcohol y de lectura aún no ha sido investigada). Pero más allá de las cuestiones climáticas, ¿por qué se lee cada vez menos incluso donde más se leía? No conviene hacer una lectura rápida del fenómeno: cada vez se lee menos porque la lectura requiere tiempo y en nuestro tiempo no hay tiempo que perder.
Si en la época soviética la censura estatal limitaba las ediciones de muchas obras (los poemas de Ajmátova eran un bien escaso de primera necesidad), ahora el problema viene dado por lo frondoso de la oferta literaria. Puestos a imaginar soluciones, ¿por qué no estimular la lectura prohibiendo ciertos libros, de tal forma que resulten tan deseables como lo fue para el pueblo soviético 'Doctor Zhivago', que fue publicada en Francia en 1957 y sólo vio la luz en la URSS en 1988?


Las nuevas distracciones capitalistas (como las discotecas, las boleras, la PlayStation, los sushi-bar o las gogós) también habrán contribuido lo suyo a aumentar el grosor de la capa de polvo que ya 'encuaderna' a los clásicos en las bibliotecas. Como explica el ex ajedrecista Garry Kasparov en su libro 'Cómo la vida imita al ajedrez', la grisura y el hermetismo de la URSS favoreció que eclosionara su talento durante su infancia y adolescencia. "Hace 30 años había pocas distracciones, pocas actividades aceptables para un niño en la Unión Soviética. Hoy las distracciones potenciales son prácticamente infinitas (...) Los teléfonos móviles, los videojuegos y artilugios de toda clase nos permiten desperdiciar el tiempo de infinitas maneras que no conducen a nada en absoluto; desde luego a nada importante ni estratégico para nuestro desarrollo", explica.


Muchos intelectuales que hacen del odio al fútbol su bandera establecen una relación inversamente proporcional entre la masiva afluencia de forofos a los estadios y la disminución del aforo en el graderío de las bibliotecas. Sin embargo, pocos pueblos han sido más futboleros que el ruso-soviético y en concreto el moscovita (con cinco equipos de primera línea sólo en su capital).
En cierta medida, el pueblo soviético se refugiaba en los libros para colmar sus anhelos de libertad. Las grandes novelas eran como sagradas escrituras, como esos manuscritos repletos de secretos arcanos que forran las paredes de la biblioteca secreta en 'El nombre de la rosa'.


El famoso autor posmodernista Vladimir Sorokin cree que en Rusia el escritor "está más cerca del sacerdote" porque "se comunica con los mundos del más allá". En este sentido, el escritor pasa en Rusia por la categoría de sabio, de filósofo de la vida (léase Tolstoi). "Rusia es un país creado por la literatura", me dijo una vez Boris Akunin, autor de una popular saga detectivesca ambientada en la Rusia zarista. En esta línea, Sorokin cree que "Rusia es un país literario, mientras que EEUU es cinematográfico y Europa más de teatro".


En la era soviética, los libros eran las branquias de papel de un pueblo que anhelaba respirar más allá de su gran laguna ideológica. Ahora, cuando el horizonte literario se abre blanco e infinito como estepa siberiana, Rusia padece insuficiencia lectora, e igual dentro de unos años tiene que recurrir de nuevo (y el resto de Occidente con ella) a aquel cartel de 1920. Nos guste o no, con el comunismo se leía mejor.


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